28/Apr/2024
Editoriales

Arte y Figura 14 03 24

Continuamos con Libro “La Tauromaquia en México” por Antonio Navarrete.

El esqueleto torero

 

Mucho antes de Don Tancredo López, a principios del XX, que se investía de estatua marmórea para esperar la salida del toro, parado en un pedestal, una de las suertes del toreo mexicano consistía en que alguien personificado de esqueleto aguantaba inmóvil la embestida del toro, como una variante de la lidia. Su inventor fue el torero tabasqueño José María Velázquez, “Don Pepe”, aventurero y trotamundos. Antonio González, El Orizabeño, fue continuador de excepción.

  Si el toro no llevaba a voltear a la fingida osamenta, es que se asustaba de la muerte y no era tan bravo como parecía. La “calaca”, la “pelona” o la “huesuda”, siempre ha sido una gran amiga de los mexicanos, su compañera inseparable, y aunque presente siempre en espíritu, sintieron la necesidad de materializarla en los ruedos. Si me han de matar mañana, que me maten de una vez; Rosita estaba de suerte, de tres tiros que le dieron, nomás uno era de muerte, y no hay que cargarle la mano al muertito, son dichos mexicanos.

 

Bernardo Gaviño

 

Sin embargo, no todo eran barrocas variantes. Había también el toreo clásico, a la española. Y había, claro, grandes maestros que permanecieron en México para desarrollar su arte.

 Entre ellos Bernardo Gaviño, que salió de su natal Puerto Real, provincia de Cádiz, apenas a los 17 años, después de haber recibido lecciones de toreo de su celebre pariente Juan León, “Leoncillo”. Nunca regresó a su patria, pues en América toreó cuanto quiso. Lo hizo en Uruguay, Cuba y Perú, pero principalmente en México, donde residió más de medio siglo.

  No le hizo falta tomar la alternativa en España ni en ninguna otra parte, ya que en México logró algo mucho más difícil: ganar la admiración y el respeto popular, cuando todavía los ares de la independencia soplaban violentamente. De hecho, fue el maestro del gran Ponciano Díaz, gloria nacional del siglo XIX, quien perteneció a una cuadrilla capitaneada por Gaviño en Puebla.

 El toro “Chicharrón”, de Ayala, le dio terrible cornada en Texcoco, durante el mes de enero de 1886, a resultas de la cual falleció días después en su domicilio de la Ciudad de México, situado en el Callejón de Tarasquillo.

 Desgraciadamente, fue uno de los muchos toreros que de los ruedos sólo se llevan la gloria y las cornadas. Contaba ya 73 años y tenía que seguir toreando. En su última tarde cobraba 30 pesos. Su muerte fue cosa propia, nacional. Como ha sucedido siempre que un toro bravo, animal ibérico, siega una vida en cualquier ruedo del mundo hispánico.

 

 Continuará… Olé y hasta la próxima.