La historia convirtió a Demóstenes en el arquetipo del buen orador, pero no siempre lo fue. Ciertamente desde joven soñaba con acceder a dominar el arte de la oratoria, pero las condiciones le eran adversas: era tartamudo y humilde, no podía pagar a maestros que le enseñaran a discursear. Sin embargo, su sueño se convirtió en obsesión, y comenzó por asistir a escuchar en la plaza pública a los mejores oradores y filósofos de su tiempo. Preparó su primer discurso hasta que consiguió debutar y le fue bastante mal, pues el público se rio de su tartamudez. No pudo siquiera terminar el discurso pues los abucheos no se lo permitieron. Lo único que quedó de pie dentro de sí, fue el gran deseo de ser buen orador, así que a prepararse dedicó su vida. Usó la frustración de su primer discurso como acicate, y comenzó una aventura que le llevó a sacrificar casi todo. Se afeitó la cabeza para no tener tentaciones de salir a la calle, y amanecía todos los días practicando. Por las tardes corría por la playa gritándole al sol con todas sus fuerzas para ejercitar sus pulmones. En la noche se llenaba la boca de piedras y se ponía un cuchillo entre los dientes para obligarse a hablar sin tartamudear. Ya en su casa se paraba frente al espejo por largas horas para mejorar su postura y gestos. Pasaron varios años antes de que reapareciera en la plaza y lo hizo defendiendo a un fabricante de lámparas a quien sus ingratos hijos querían arrebatarle su patrimonio. Su elocuencia, seguridad y sabiduría de Demóstenes fue súper aplaudida por todos en la plaza pública. Pronto Demóstenes fue elegido como embajador en la Ciudad, y su nombre se incorporó al grupo de hombres admirables a lo largo de la historia. Todo gracias a su persistencia y determinación. ¡Hagamos lo propio con nuestros sueños!
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