16/Jun/2024
Editoriales

Dime a qué hueles y… te diré quien eres

En estos azarosos tiempos, los regiomontanos convivimos con el mal olor; los calores excesivamente altos echan a perder con facilidad alimentos y ciertos materiales orgánicos.

 Además todos olemos a sudor, y quisiéramos bañarnos varias veces al día, sólo que el agua, elemento no renovable, de ahora en delante escaseará más porque luego del proceso electoral seguramente comenzarán a racionarla. 

 El mal olor ancestralmente nos persigue durante el tiempo de calor. Entre los años de 1830 hasta 1870 el rastro de la Ciudad estaba en la ribera norte del Río Santa  Catarina, cerca de la ahora Catedral Metropolitana, y además de la contaminación acústica por la matanza de animales, los olores de sangre y vísceras expuestas al sol llegaban hasta el centro. 

 La falta de drenaje sanitario cuyo servicio daban las fosas sépticas en cada solar, cercanas muchas de ellas a las acequias que abastecían de agua a Monterrey, no olían a rosas en el verano.

 Desde luego que todos esos inconvenientes fueron superados con el trabajo e ingenio  de muchas generaciones, pues el rastro se fue lejos y terminó por instalarse un gran sistema de alcantarillado.

 Personajes de la talla de José Eleuterio González utilizaron sus influencias científicas y gubernamentales para retirar las fosas sépticas de las acequias y desaparecer los charcos de agua estancada durante las lluvias que, además de ser crianza de mosquitos insalubres, olían horrible.    

Pero ahora ya no sufrimos esas cosas, excepto el mal olor corporal. 

 Hace 4 mil 500 años los sumerios clasificaban los malos olores corporales en dos, el mal aliento o halitosis, y el olor fétido de los sobacos. 

 Los egipcios se depilaban las axilas disminuyendo el mal aroma de los sobacos, pues allí se crían bacterias, se reproducen y mueren y se descomponen. 

 Los griegos y los romanos aprendieron de los egipcios la elaboración de desodorantes, mezclando aromas y perfumes. Y en las Iglesias se inventó el incensario gigante. 

 El mal olor costaba mucho dinero a las damas europeas que no podían usar más de cinco veces un vestido que se impregnaba de olores fétidos en sobacos y en el pecho. 

 Como la gente urbana olía a demonios, y la del campo no tanto, se inventaron las vacaciones de verano yéndose a la montaña o al campo para desodorizarse. 

 El primer desodorante moderno se inventó en Estados Unidos en 1887 y se llama MUM, un compuesto de crema y zinc, un inhibidor del sudor. En 1902 salió la competencia: el Everdry, o “siempre seco”, aludiendo a que las axilas estarían siempre secas si se aplicaba ese producto. 

  En la farmacia de mi padre era infaltable que en el anaquel de los perfumes había los tres productos, porque luego salió en 1919 el Odorono, que les competía en serio. El tema no es agradable y hay quienes se ofenden cuando se les dice, pero el negocio de la perfumería es uno de los más rentables en el mundo. Ahora la gente se fija en el aroma que uno trae para clasificar nuestro nivel social…