Editoriales

Me siento menospreciado

Cuando nací, México era un país democrático hasta donde eso se entendía en la primera mitad del siglo XX. Crecí a ritmo de Rock and Roll (desarrollado a partir de los cuarenta), recitando las canciones de Piporro, y cantando a todo pulmón el himno nacional mexicano en las ceremonias cívicas escolares.

Me emocioné junto a mi padre con las transmisiones radiofónicas del inicio de la revolución cubana (1953), con el campeonato mundial de béisbol de los Pequeños Gigantes (1957), al ver por primera vez un Cadillac automático (en los años cincuenta), y disfruté como enano cada pelea del Ratón Macías, y de Rubén Olivares; así como también odié a Medel cuando derrotó al Toluco López y disfruté cada jonrón de Roger Maris cuando jugaba con los Yankees.

Tal vez habría otras cosas importantes en aquellos años, pero las que me incumbían eran estas y, acaso, el cumpleaños de alguna compañerita de la escuela.

Ciertamente la disciplina no ha sido mi rasgo característico, y en mis tiempos imberbes no faltó quién me dijera iconoclasta, pero como no sabía su significado, continué desafiando a todo aquel que se pusiera enfrente, hasta que el tiempo y los frentazos me enseñaron a guardar las reglas establecidas en el medio que me he desenvuelto.

Sin embargo, siempre sentí respeto y admiración por tres monarcas, pero solamente por ellos: El rey del Rock and Roll, la Reina de Inglaterra y recientemente por el rey del fútbol.

Todos los demás reyes, sea el rey de España, el de Arabia, o el rey de Suecia, nunca los he respetado, mucho menos si se trata del rey del tomate (Bermúdez), el del ajo (Usabiaga), el de la basura (C. Gutiérrez), o el rey del Cash.

Pero el sino de los impíos es inclemente, y me condenó a la orfandad de reyes, pues Elvis Presley murió en 1977, La reina Isabel II en septiembre de 2022, y Pelé hace unos días. 

Tal vez no tenga derecho, pero me siento menospreciado porque nadie me dio sus condolencias en ninguno de los tres decesos.